Frida en la cocina

Frida kahlo.
Frida Kahlo

Frida fue una mujer que plasmó en su obra, en su persona y en sus decisiones, el gran amor que sentía por México. Y la cocina mexicana no fue la excepción a la larga lista de habilidades que demostró tener.

“Si nosotros no somos nuestros colores, aromas, nuestro pueblo ¿qué somos? Nada.” Frida Kahlo.

Seguramente ahí habría estado ella, parada justo en medio de todo. Tan elegante como solía ser, con su ya acostumbrado tocado; digno de una reina tehuana. Envuelta en su sarape favorito, el mismo que su nana le donó cuando niña. Cautivada desde temprana edad, por los vivos colores y hermosas formas plasmadas en el textil. Una obra de arte que sólo otro artista habría sido capaz de apreciar.

Y justo ahí, con los ojos bien abiertos y la garganta lista para lanzar órdenes, se encontraría ella, rodeada de artefactos de barro, sobre trincheras de madera y fuego. Ahí mismo se jugaría el honor de valiente artista, quien esa misma noche sería anfitriona de una gran fiesta.

Patio de la Casa Azul. Frida Kahlo.
Patio de la Casa Azul

Ollas, fogones y arte

Horas abría pasado la valerosa mujer dirigiendo a sus ávidas seguidoras. Luchando en contra del reloj y utilizando de la mejor manera la larga lista de ingredientes que esa misma mañana hizo traer desde el vecino mercado de Coyoacán. Ya tendría, claro está, a sus vendedores consentidos, confiando enteramente en que al igual que cada sábado le entregarían sólo lo más fresco, maduro y suculento que tuvieran. Ingredientes perfectos para armar la esperada obra de arte.

Desde el patio escucharía, confiada, cómo los ayudantes del panzón de su marido estarían armando el escenario perfecto para la puesta en escena. Justo como ella lo habría ordenado. 

Ollas, caldos, fogones, cebollas, tomates, cuchillos, chiles, huauzontles, piernas de pollo, queso; mucho queso. Mujeres moliendo maíz, quemando tortillas, plátanos machos flotando en aceite, aromas a mole invadiendo la habitación.

Sopa Azteca.
Sopa Azteca

Ellas riendo, ellos silbando, el gallo cantando, los perros ladrando y el chango danzando. La artista, desde el centro de la trinchera, armando una más de sus obras.

Así la imagino yo, desde donde me encuentro, parada en el umbral de la puerta de la envidiable cocina. Me resulta imposible imaginarla de otra manera. Toda la Casa Azul me parece admirable: sus patios llenos de vegetación, sus ropas, sus libros, sus obras.

Y pensar que en alguna de esas habitaciones durmió la artista, junto con el panzón de su marido; como le solía decir de cariño.

Justo en esa habitación, la misma que he contemplado durante horas, con sus paredes tapizadas de artefactos de todos los tamaños, materiales y formas, éstos están dispuestos de la manera más armoniosa para dejar claro que en ese reducto habitacional era en donde se cocinaban las ideas. De colores blanco, azul y amarillo, esta habitación me resulta la más enigmática de todas.

Panuchos.
Panuchos

Amor con sazón

Si algo nos ha quedado claro a los miles de admiradores de la niña Frida, -como le diré de cariño- es que fue una gran mujer que plasmó en su obra, su persona, en sus ideales, sus relaciones y en sus decisiones, el gran amor que sentía por México. Y la cocina mexicana no fue la excepción a la larga lista de habilidades que demostró tener.

Buscando la manera de mantener contento a su panzón, encontró que teniendo siempre un delicioso guisado listo a la hora debida, lo mantendría comiendo de la palma de su mano hasta que la muerte los separara. Y fue así, como la inteligente mujer, movida por el amor a su talentoso marido, desarrolló una de sus armas más poderosas: una excelente sazón.

Enmoladas.
Enmoladas

Rodeada siempre de artistas, intelectuales, filósofos y demás personas influyentes a nivel mundial, se dedicó a deleitarlos a todos y cada uno de ellos, en sus famosas fiestas, con sus suculentos guisados. Los mismos que mantendrían hechizado a su hombre. Platillos como el mole negro de Oaxaca, los chiles rellenos de carne o de queso, los ricos romeritos con tortitas de camarón, los ligeritos huauzontles en salsa verde, la famosa capirotada, el suavecito queso panela horneado, y los aclamados tamales de cazuela, el exquisito manchamanteles, o los huevos rancheros para el desayuno, la cochinita pibil, la sopa de tortilla y el mole de olla. La lista podría continuar y nunca acabar.

Continúo contemplando el templo a la sazón que se erige frente a mis ojos y me viene a la mente la idea de cómo me habría gustado formar parte de esas interesantes reuniones donde el futuro del arte y los ideales mundiales eran llevados a discusión por los mismos actores de la historia universal, en presencia siempre de una excelente anfitriona y un delicioso menú mexicano. ¿Qué más se podría esperar de una mujer de ese talante?

Museo Casa Azul
Londres No. 247, Col. Del Carmen; Coyoacán.

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